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Juan Miguel Pozo y sus caminos de ida


Pozo Cruz en su estudio en Berlin

Juan Carlos Betancourt: Vamos a empezar por algunos detalles biográficos de tu carrera: ¿Hay algo o alguien que te inspiró a querer ser artista?


Juan Miguel Pozo: Yo creo que más que algo o alguien, o mejor, más que nada lo que me inspiró a ser artista fue toda una época, la época de los 80s que fue bastante convulsa y, con ella, claro está, todos mis amigos y muchos de ellos que ya eran

artistas me inspiraban y me daban curiosidad, la música misma que se escuchaba en aquel entonces. Todo eso me llevó a crear una sensibilidad primero y a pensar después en términos creativos.


JCB: Pero estudiaste en algún lugar, me imagino.


J.M.P: Sí, comencé en la Escuela Provincial de Arte Plásticas de Isla de Pinos. Una decisión impopular en mi familia. Evidentemente querían que estudiara otra cosa. Pero se impuso el arte.



200 x 140 cm
Juan Miguel Pozo, Partially Ruined Structure


A partir de aquí empecé a formarme y recuerdo, sobre todo, esos primeros contactos con artistas que venían de La Habana, ese lugar que en aquel entonces también era como una idea del centro del mundo. De allí venían libros, revistas, catálogos y ese tráfico de información me fue formando. Esto fue lo que de alguna manera me encaminó intelectualmente. Más que un deseo trivial de hacerme artista para representar cosas, pintar, dibujar, etc., yo pensaba desde el principio en términos de una obra conceptual que, me imagino, en aquel momento debió haber sido bastante ridícula. Pero esa necesidad me llevó a saltarme esos pasos iniciales que te da la propia escuela. Quiero decir, lo de una formación académica y eso lo hice a muy temprana edad a través de mis lecturas. Recuerdo, por ejemplo, “Obra abierta” de Humberto Eco, o “Historia social de la literatura y el arte” de Arnold Hauser. Después vinieron textos más complejos como los análisis estructuralistas de Lévi-Strauss. Yo creo que en esa época esta especie de educación colectiva entre los propios artistas, entre los círculos de amigos y gente conocida fue algo muy importante para todos.



Recordarás ese tráfico fervoroso de libros y de información que era lo que, más allá de los programas de enseñanza oficial, también nos educaba. Viéndolo desde esta perspectiva, para mí la escuela era como el sitio aglutinador donde se conocía la gente y se entretejían las afinidades, el lugar donde a veces nacían grupos en torno a un libro, o a determinado flujo de información. Un fenómeno colectivo que traspasó los límites de la propia escuela.


Colectivismo muy sui generis que no sé si se habrá vuelto a repetir. Recuerdo que esos grupos que marcaban el espíritu de aquel momento estaban formados por artistas, poetas, filósofos diletantes, trovadores. En fin, una escena artística bastante heterogénea que yo creo que no se ha vuelto a repetir. Donde el arte, la música, la danza formaban las partes de un todo. ¡Algo tremendo! La Habana parecía que iba a estallar de modernidad. Fueron años de utopía, visiones y discursos.


Recuerdo un día ir a casa de Cuenca y pasarnos una tarde entera hablando sobre marxismo. Formar parte de eso fue lo que me hizo realmente a mí, lo que me influyó y me impulsó a querer ser un artista. Más que en un ámbito de personalidades -en mi familia, por ej., no hay tradición de artistas- yo caí en una sensibilidad de grupo que fue lo que marcó la psicología social de esa época. Me parece que fue una de las cosas más importantes que he vivido hasta ahora. Fue una educación para mí. Por eso pienso que como artista yo provengo más bien de un fervor intelectual, algo que salió más de mi mente que de mi capacidad artesanal de proyectar o producir un objeto artístico como tal. Por ese entonces yo tendría dieciocho o diecinueve años cuando me interesé por esa manera autodidacta de llegar a lo artístico. Recuerdo que había un libro sobre arte pop en la biblioteca de la escuela con todas esas estrellas (Warhol, Stella, Chamberlain) que creó en mí cierta fascinación por el glamour que irradiaban esas vidas. Uno se hace artista también por la necesidad y el reclamo de mirar esa manera de vida. Así llegué a La Habana.






JCB: Pero tú no estabas conectado con ninguno de aquellos centros, San Alejandro, el ISA…


J.M.P: Bueno, ahí entran artistas que conocí y me influyeron mucho en mi crecimiento intelectualmente como Abdel Hernández, Carlos Michel, René y Ponjuán, Angel Alonso, Alejandro López, Nilo, Aldito Menéndez, el grupo Arte Calle. Anduve deambulando con ellos hasta que comencé a hacer San Alejandro en los cursos nocturnos para trabajadores. Ese fue mi segundo paso académico. De esa manera fui gestando una obra, influido por gente que se ocupaba más del aspecto conceptual del arte que de otra cosa.



JCB: ¿Qué obra hacías?


J.M.P: Formalmente, por aquel entonces, mi obra estaba influida por el graffiti, por el arte urbano. Era muy desenfadada y en conexión con los Neue Wilde alemanes y los grafiteros franceses. Fue el trabajo que me llevó a Rufo Caballero, el primer crítico cubano al que le llamó la atención mi obra e hizo una exposición con ella en la Galería L allá por el 93, más o menos. Precisamente en ese momento llegó el período especial y para sobrevivir me convertí en un pintor callejero de souvenirs. Fue curioso porque entonces no existía todavía un vínculo con el mercado internacional de arte como existe hoy.


Recuerda que nuestra generación se educó muy ajena a la noción del mercado del arte. Sin embargo, o estabas en el circuito de galerías importantes de La Habana, o te unías a la diáspora de artistas concentrada en México, o te tirabas a la calle a ganarte la vida con los turistas. Por esa época, muy dura por cierto, haciendo lo que hicieron muchos de mis colegas, como Rafael López Ramos, me mezclé con los artesanos en la Plaza de la Catedral. Recuerdo hasta haber visto a alguien vender algún Mendive por allí. Fue, sobre todo, un tiempo de definición para muchos que, como yo, al no formar parte ni de la institución ni de la diáspora nos quedamos en una especie de limbo, donde lo inmediato era sobrevivir.



Yo me dedicaba a vender unas postales pequeñas que, en realidad, eran los bocetos de mis trabajos. Se vendían muy bien. Recuerdo que llegué a ganar hasta 200 dólares a la semana. En ese contexto apareció un día por la Catedral Andreas Lukoschik, un presentador de televisión y coleccionista de arte muy famoso en Alemania al que le encantó mi trabajo. Entonces me preguntó si yo tenía pinturas de eso y se fue a mi estudio y me compró todo lo que tenía pintado. Fue la primera vez en mi vida que llegué a ver tanto dinero junto. Yo le comenté que estaba intentando entrar al ISA y él me propuso gestionarme una beca para la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf ¡Imagínate! La escuela por donde pasaron todos esos monstruos como Beuys, Richter, Polke , Inmmendorff, Blinky Palermo, Nam June Paik, Jannis Kounellis…



JCB: Hasta el viejo Paul Klee dio clases durante una época en esa academia, ¿no?


rJ.M.P: Sí, un lugar extraordinario. Allí fui discípulo de Konrad Klapheck, pintor conocido por su obsesión por las máquinas y el mundo mecánico, especialmente por sus cuadros de máquinas de escribir. De él me gustaba la ambigüedad del color y, sobre todo, su meticulosidad con objetos del pasado, su fascinación y sensibilidad por artefactos mecánicos que en su momento habían hecho historia. Con esos elementos él construyó su imaginería pero, sobre todo, en sus obras se capta la fuerza de proyección de esos objetos en el presente y, tengo que reconocerlo, eso influyó mucho mi manera de pensar la obra. Entonces conocí a Hans Mayer, uno de los galeristas más importantes de Düsseldorf y toda una institución entre los marchantes de arte en Europa. Porcierto, Klapheck era también artista de su galería y solía hacer el chiste en la clase de que yo era su discípulo en la Academia y, al mismo tiempo, éramos colegas en la galería. Con Hans Mayer trabajé siete años. Fue él quien lanzó a Joseph Beuys y apoyó las carreras de todos esos artistas que te mencioné anteriormente. Las primeras exposiciones de Basquiat, Keith Haring, David Salle y Robert Longo en Europa se las deben a él. De manera que a partir de aquí se produjo un cambio radical en mi obra. Me completé, por así decirlo, maduré como artista.


Me considero afortunado de haber pasado por allí y haber conocido personalmente a Polke, Immendorff y hasta tomarme unas cervezas con Penck. Todos habían sido referencias importantes que inspiraron mi obra temprana cuando vivía en La Habana. Eso de encontrarte personalmente con tus héroes y convivir con ellos fue como un sueño. Precisamente esa convivencia con figuras legendarias vivas de la pintura contemporánea fue otra de las cosas que me dio la Academia de Düsseldorf. En aquella época los focos de la pintura alemana eran esta ciudad y Colonia. Debido al aislamiento de la posguerra y el Muro, Berlín había quedado prácticamente desconectada de esos centros artísticos y fragmentada dentro de su propio territorio. Así que hasta la caída del Muro en 1989 la vanguardia de la pintura alemana se había concentrado, básicamente, en aquellas dos ciudades.





En Düsseldorf me aparté de la estética grafitera y comenzaron a densificarse mis ideas. La presencia de Hans Mayer y el estar cerca de esas personalidades artísticas tan fuertes marcaron un momento de giro importante en mi carrera. Lo más significativo de esto es que mi estancia en Alemania Occidental al final me sirvió como un puente para acercarme y conectarme, más allá de lo que había aprendido en Düsseldorf, a mis necesidades de reconciliación con ese pasado socialista del cual provengo. Ese paso o reconciliación estética realmente me lo sugirió la Escuela de Leipzig. Fue el paso que definió mi obra, por llamarla de alguna manera, post-Hans Mayer y post- Düsseldorf. Al final en mi viaje artístico por Alemania terminé identificándome más con el Este. Es curioso y es irónico a la vez porque fue como reencontrarme con lo que yo quería. Es decir, con un discurso que se ajustaba más a mis necesidades, a lo que ya conocía y con lo que yo había crecido. Ese es, sin dudas, el significado de mi llegada a Berlín a principios del 2000, justo cuando la pintura era un tema de discusión otra vez.



Conocer obras como las de Neo Rauch y las del grupo Liga (Mathias Weischer, Tim Eitel, entre otros), el trabajo de la galería Eigen+Art con la Escuela de Leipzig y todo ese renacer del discurso pictórico en Berlín fue para mí, como pintor, un gran estímulo que todavía agradezco. En mi opinión personal la Escuela de Leipzig es uno de los últimos grandes pasos de la pintura en la contemporaneidad y eso me hace acogerme a ese espíritu de época o “Zeitgast” como lo llaman los alemanes. Llegar a Berlín fue como llegar al sitio donde se estaba hablando mi lenguaje. Por eso no me fue difícil inscribirme a esté contexto, sobre todo porque la mayoría de esos artistas de Leipzig venían de un pasado muy similar al mío, ¿no?, sus biografías coincidían con la mía. Ellos venían de un país, la RDA, que desapareció pero que, al igual que en Cuba, compartimos los mismos dibujos animados, las mismas películas y muchas otras cosas que tuvimos en común como la arquitectura de paneles prefabricados conocida en Alemania del Este como “Plattenbau” y que está muy asociada a los proyectos del colectivismo socialista. Curioso, ¿no?, fue como un momento de armonía con mi pasado, una respuesta a algo que venía en mi obra, detrás de mí mismo como persona. Fue como darle solución a mi propio pasado personal. Más que la Academia de Düsseldorf, fue la Escuela de Leipzig la que me acogió y brindó la posibilidad de un desenlace a mi obra en Berlín.


JCB: Pero tu obra está llena de experiencias no-personales.

J.M.P: Antes que nada hay dos niveles en mi obra. Uno, para mí muy importante, que reflexiona sobre el propio discurso de la pintura o poiesis, como lo llamaban los griegos. Es decir, el extrañamiento que producen ciertas fricciones entre las imágenes. A partir del sentido como está construida esa visualidad informativa y mediática que uno tiene, mi pintura se convierte en un receptor de estos conflictos. Es por eso que para mí es importante descifrar el proceso significativo de la pintura, ese punto donde sucede y se define la poiesis, o sea, donde la fricción de las imágenes producen contenidos. Esto es una cosa importante a tener en cuenta a la hora de ver mi obra porque yo trabajo a partir de ese presupuesto que es descifrar el proceso significativo de la pintura o, dicho de otra manera, lo que hace que algo sea arte en este contexto, de cómo dos objetos aparentemente inconexos producen una narrativa. Eso para mí siempre ha sido, más que nada, un misterio de la propia interpretación. Podríamos denominarlo el nivel semiológico de mi pintura, o sea, el que reflexiona sobre el propio lenguaje pictórico. Y, por otro lado, como decía al principio, existe otro nivel que es el que se refiere a lo personal y biográfico, un nivel más concreto, a saber, el de la relación de la historia, el tiempo, la memoria.





JCB: Pero la pintura es un medio que históricamente, salvo contadas excepciones, Malevich o Magritte, no reflexiona sobre sí mismo.


J.M.P: Eso es cierto, pero ese nivel semiológico de mi obra, que quiere saber cómo funciona la pintura, me interesa mucho porque sigue siendo una pregunta aún sin responder en términos pictóricos de lenguaje y significado. Sigue siendo un enigma para mí. La obra de Malevich, por ejemplo, aunque desde cierto punto de vista parezca tan divorciada de mi trabajo, esencialmente tiene esa importancia porque cuestiona el medio pictórico. Mientras Magritte, por su parte, cuestiona el significado poético del objeto. Sin lugar a dudas la metodología de estos dos grandes artistas es clave para entender mi obra, aún cuando físicamente mi obra esté tan divorciada de la de ellos. Si vamos a ver, a mí lo mismo me influye un discurso o una pancarta política que una obra de Malevich. En ese sentido me interesa el arte como un medio de comunicación. Aparte de eso está mi biografía, ¿no?, mi diario intelectual que es lo que va llevando la novedad de mi trabajo, lo que va cambiando. Pero intrínsecamente hay temas y conflictos que son casi siempre los mismos. Es como una especie de investigación en la que me ocupo todo el tiempo, por eso mi pintura está muy lejos de ser física. Allí no hay aire para improvisar porque su punto de partida son preceptos conceptuales más que formales aunque parezca y sea, al final, una pintura con una presencia visual bastante característica.


JCB: ¿Cuáles son los temas que no tocarías nunca en tu pintura?


J.M.P: ¡Esa pregunta me gusta! Pues, yo siempre huyo del comentario, del tópico de actualidad histórica. Más que de temas, huyo de actitudes. Por eso mi obra, más que reflejar, es reflexiva. No es una obra crítica, en el sentido inmediato, es una obra que yo pretendo se proyecte hacia el pasado, pero con un sentido en el futuro. Me parece que las grandes obras son las que trascienden su tiempo, así de sencillo. Eso me hace ser cuidadoso con ciertas temáticas o tendencias en moda y mantener una idea constante en lugar de someter mi trabajo a ciertos dictados o esquemas de actualidad, ya sean estos formales o intelectuales.






JCB: Pero tu pintura tiene algo retiniano, sin lugar a dudas, un cierto “appealing”, como diría Duchamp, pero sin su intención despectiva.


J.M.P: Para mí es importante la visualidad de la pintura porque mi discurso es visual y es una narrativa de esa densidad que posee también la propia realidad. En eso, más que una belleza, hay un sesgo de realismo y es probablemente en ese aspecto donde se encuentre la belleza como canon, pero el fin de mi pintura no es crear un cuadro bello. Aunque el resultado, más que bello es reconocible porque tiene la misma densidad de la realidad. Entonces eso crea también una ilusión de belleza. Es curioso porque no mucha gente encuentra mis cuadros visualmente bellos, todo lo contrario. Más que nada les confunde porque no es una pintura precisamente comercial. Mis composiciones son, cosa que viene desde la vanguardia rusa, incómodas. Hay una profundidad en ellas que no es cómoda para el ojo. Hay espacios que se pierden en líneas, líneas que son huecos. No hay horizonte. Hay una especie de manipulación visual embarazosa para el ojo. Hay, sin dudas, una búsqueda formal, pero que contribuye a hacer que la composición, en términos académicos, sea un concepto dentro de mi pintura. O sea, me interesa mucho la búsqueda formal de la composición y aunque parezca una cosa muy académica, para mí es un gran reto compositivo. Por eso trato de jugar con estos espacios, con estas luces, con estas proporciones que extrañan el propio recorrido del ojo a través de la pieza.



JCB: Ahora háblame un poco de tu técnica de trabajo, de esos desconchados o raspados en la superficie del lienzo.



J.M.P: Sí, todo eso son recursos que tienen que ver con la simulación del tiempo por una razón que es obvia: mi fascinación por lo pasado, por el lavado del tiempo, por esa contención de historia que hay en las paredes. La Habana y Berlín son para mí dos ciudades que tienen ese carácter interesante en las tantas capas de historia profunda que las cubren. De manera que esos recursos son soluciones visuales a ese aspecto que puede tener una obra que podría haber sido hecha en el pasado. Para mí lo ideal sería dar tiempo a que esta obra envejezca, entonces lo que trato es de simular ese desgaste. Al final, el arte también es ilusión. Yo creo que es la parte más ilusoria que tiene mi trabajo. No es la menos interesante, pero es como el acabado final. Yo no la veo terminada sin esa pátina de tiempo simulada. Esto está inspirado en la forma más evidente que tiene el tiempo de manifestarse que es desgastando, rompiendo. Yo someto el lienzo a una violencia, imitando la fuerza natural de desgaste a la que son sometidos estas paredes, estos edificios que se ven en mis obras. No puedes hablar de la ruina sin transmitir la idea de la ruina. Para mí es importante crear esa ilusión de lo viejo. Es parte de lo que me distingue y me interesa como artista y como persona. Me fascinan las vidas pasadas, las fotos antiguas, las ciudades desaparecidas como Berlín. Aunque muchos no la vean, hay una ciudad desaparecida dentro de Berlín y suplantada, en menos de veinte años por una nueva. Algo que sucedió de golpe tras la caída del Muro. No es que haya sido un proceso lógico y progresivo de envejecimiento y renovación, sino fue algo que pasó de pronto. Eso es para mí una fascinación y eso es parte también de lo que expresa mi obra.


JCB: De cierta manera La Habana también desapareció para ti. ¿Sientes nostalgia por ella?


J.M.P: Hay ciertas cosas que están más conectadas con la experiencia que con la nostalgia romántica de la memoria. Tú sólo puedes sentir nostalgia por algo que no fue tan traumático para tu vida. Yo no recuerdo violencia en esa etapa de mi vida en La Habana. Cuando más inconformismo, cierta rebeldía. Por eso todavía, con cierta nostalgia, recuerdo ciertas músicas, ciertas fiestas, ciertos libros, ciertas situaciones, ciertas gentes, ciertas discusiones, ciertos conflictos a los que me vuelvo con una mirada nostálgica que me hace sentir lo que fuimos.





JCB: Tú eres un artista cubano, nacido en el Banes de la Cuba profunda. ¿Cómo llevas eso en la actualidad?


J.M.P: Si te soy sincero no sé quién o qué decide eso, pero evidentemente hay como una especie de ente o supremacía que decide quién es o no es cubano, sobre todo a la hora de considerar la obra de un artista.


JCB: Imagínate que hubiera que colgar una obra tuya en el Museo Nacional de Bellas Artes. ¿Dónde la colocarías?


J.M.P: Pues me imagino que tendrán que abrir una nueva sala para nosotros, los artistas cubanos que no somos cubanos. Hace poco puse una obra mía en Facebook y hubo un comentario muy gracioso de alguien que decía “¡Qué bueno, un pintor cubano que no pinta arte cubano”! (Risas). Si te soy sincero, yo me siento al margen de esa problemática. Pero me parece injusto con ciertas personas que han realizado una buena parte de su trabajo fuera de Cuba y, sin embargo, están creando una obra muy buena y muy válida. Yo creo que se debería revindicar ese arte que, por circunstancias extraartísticas se ha hecho fuera de Cuba. No sé si esto viene por parte de los coleccionistas o de los propios artistas, pero es un fenómeno muy cubano decidir qué es o no es cubano (Risas). Si te soy sincero, no sé cómo contestarte ese pregunta. Supongo que algún día se creará una sala de artistas cubanos que pintan como si no lo fueran (Risas), o que hacen arte como si no lo fuera. Yo soy cubano hasta donde puedo. El resto es la obra y mi propia circunstancia lo que me va determinando.


JCB: ¿Te haría ilusión exponer en La Habana?


J.M.P: Más que ilusión, sería un reto y una de las cosas más significativas de lo que he hecho hasta ahora. Ya que no lo he hecho todavía, evidentemente sería una cosa bastante importante para mí. Curiosamente ahora estoy haciendo una serie basada en ese texto de Sartre “Huracán sobre el azúcar”. Más que el texto en sí, lo que me interesa es la frase. Trata de esa situación externa de algo que viene, de algo que se anuncia, de algo que se espera y que creo que funciona bien como metáfora de la historia de Cuba. Alude a algo cíclico que pasa y lo que deja cuando pasa, en el sentido de la supervivencia que queda cuando superas un huracán, ¿no? Pienso que esa familiaridad con este fenómeno marca mucho la psiquis del cubano. Ese momento de crecerse ante una adversidad. Por genialidad pura me imagino que Sartre llegó a esta conclusión resumida en una frase fantástica “Huracán sobre el azúcar”. Sólo los primeros cinco minutos de “Memorias del subdesarrollo” pueden superar en imagen esa otra imagen sartreana sobre Cuba. No conozco una frase, venida de fuera, que sea tan perfecta para definir al cubano y a esa psiquis nacional. Será la primera vez que toco un tema tan directamente cubano y es una experiencia muy curiosa por todo lo que me ha pasado hasta ahora como artista. Espero que se pueda ver en La Habana.



Una entrevista de Juan Carlos Betancourt

Berlín, 4 de marzo y 2014

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